Creyeron que habían engañado a la confundida anciana para que les cediera todas sus propiedades.

La señora Lola, de 82 años, vivía con su hijo menor, Juan, y su esposa, Ana.

Últimamente, se le olvidaban cosas y repetía la misma pregunta varias veces. Juan y Ana susurraban a sus espaldas:

—Solo falta que firme el traspaso de la casa, y entonces podremos despedirla. —Ya está confundida, es fácil de engañar, no hay de qué preocuparse…

Una tarde, fingieron acompañarla a la notaría para firmar un “certificado de salud”, pero en realidad se trataba de un papel que transfería la casa, valuada en más de 4 millones de pesos, a nombre de su hijo.

Ella firmó. Sin dudarlo. Esa misma noche, le dijeron sin rodeos:

—Mamá, quédate un rato en otro sitio. ¡Queremos renovar la casa para que esté más presentable!

Ella bajó la cabeza en silencio.

Su marido, Don Pedro, demasiado furioso para hablar, la llevó una noche a vivir con un sobrino lejano en el campo.

Pero apenas 48 horas después, mientras la familia disfrutaba de “limpiar” su nueva propiedad, una camioneta se detuvo ruidosamente afuera de la puerta.

Doña Lola bajó con su blusa de algodón y su chal, llevando una lata de salsa repugnante que apestaba terriblemente, y dijo con calma:

—Pensabas que estaba senil, pero solo actuaba como si fuera olvidadizo… y luego…

—…y luego registré todas tus maquinaciones, incluyendo la escritura fraudulenta que me obligaste a firmar. Presenté todo al registro de la propiedad y a la policía. Estas últimas 48 horas no estuve ausente; estuve con un abogado preparándome para anular el contrato y devolver la casa a mi nombre. Y esto…

Doña Lola levantó la lata y la tapa. Un olor penetrante llenó las habitaciones, haciendo que todos se taparan la nariz.

—Esta lata es un regalo… para ti. Es salsa que dejé fermentar dos años; cuando alguien se porta mal, la gente del pueblo lo sabe. Pensaba tirarla, pero en cambio, la dejaré aquí, para recordarte que una reputación manchada es como este hedor; ninguna riqueza puede limpiarla.

Don Pedro entró tras ella, apoyado en su bastón. Con voz firme, declaró:

—Tus padres no necesitan tus riquezas, pero no pienses que la avaricia puede engañar a los ancianos. Esta casa es de tu madre; si quieres conservarla, tendrás que cruzar mi cadáver primero.

Los rostros de Juan y Ana palidecieron y temblaron.

— “Mamá… mamá… solo… solo queríamos manejarlo…”

Doña Lola sonrió levemente, sus ojos brillaban con una fuerza rara para una persona de 82 años.

—¿Conseguirlo? A ver si la policía, los vecinos y los familiares se lo creen. Puede que sea viejo, pero no tonto. Los hijos que traicionan a sus padres vivirán con este hedor toda la vida; por mucho que intenten quitarlo, se les quedará para siempre.

Todo el vecindario se reunió afuera, murmurando. Juan y Ana solo pudieron agachar la cabeza mientras el hedor a salsa podrida se extendía por la casa, como una maldición imposible de borrar.

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