

Desde niña, la idea de algo acechando debajo de mi cama me ha dado escalofríos. El crujido del suelo, las sombras inquietantes que proyecta mi lamparita y las ocasionales ráfagas de viento que sacuden mi ventana contribuyen a la inquietante sensación de que no estoy sola. Al crecer, me dije a mí misma que era solo mi imaginación jugándome una mala pasada. Al fin y al cabo, los monstruos no existen, ¿verdad?
Anoche, sin embargo, ocurrió algo que me hizo cuestionar mi escepticismo. Acababa de apagar las luces y meterme en la cama cuando oí un leve crujido. Parecía el suave roce de una tela o un suave susurro. Instintivamente, me quedé paralizada, aguzando el oído para captar cualquier indicio de movimiento. El sonido se repitió, esta vez más pronunciado, como si lo que estuviera debajo de mi cama intentara hacerse notar.
Mi corazón se aceleraba mientras pensaba qué hacer. Una parte de mí quería saltar de la cama, encender las luces y enfrentarme a lo que se escondía en las sombras. Pero otra parte, la que aún creía en los monstruos de mi infancia, me instaba a ser precavida. ¿Y si no era solo mi imaginación? ¿Y si realmente había alguien, o algo, debajo de mi cama?
Al final, la curiosidad venció al miedo. Lentamente, cogí mi teléfono, usando la linterna para iluminar los rincones oscuros de mi habitación. Respiré hondo, me incliné sobre el borde de la cama y miré al abismo. Para mi alivio, no había nada allí: solo unas cuantas pelusas y un calcetín viejo que hacía tiempo que había olvidado. Pero la experiencia me dejó una persistente sensación de inquietud. No podía quitarme la sensación de que tal vez, solo tal vez, realmente había alguien debajo de mi cama.
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