

Tras muchos años de divorcio, mi exmarido me hizo una petición insólita: quería que fuera su vientre de alquiler para él y su nueva esposa, Margaret.
A pesar de mis reservas, acepté, movida por un sentimiento de compasión fuera de lugar. A lo largo de nueve difíciles meses, gesté a su bebé, soportando todas las molestias propias del embarazo. Sin embargo, cuando por fin llegó el bebé, todo dio un giro inesperado.
Poco después del parto, Margaret apareció en mi puerta a altas horas de la noche y demandó
…que le entregara al bebé inmediatamente, diciendo que yo ya no tenía ningún derecho sobre él y que “solo era la incubadora”.
Aún estaba dolorida, exhausta y con las emociones a flor de piel. Me quedé mirándola en silencio mientras apretaba al pequeño contra mi pecho.
— No voy a entregártelo así, sin más — le respondí, con voz firme.
Ella se enfureció, empezó a gritar que llamarían a la policía y que su marido (mi ex) estaba de camino. Lo que no sabía era que durante el embarazo yo había descubierto algo: por un error en el proceso médico, el material genético usado no era de ellos… sino mío y de mi actual pareja.
En otras palabras, ese bebé era biológicamente mío, no de mi ex ni de Margaret.
Cuando mi ex llegó, con la policía detrás, mostré los documentos del laboratorio que confirmaban la paternidad. El silencio fue sepulcral. Margaret palideció y mi ex solo pudo balbucear:
— Pero… ¿cómo…?
Yo cerré la puerta con suavidad y dije:
— Buenas noches. Este niño está en casa.
Y esa fue la última vez que intentaron reclamarlo.
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