
Un millonario arrogante decidió burlarse de un indigente regalándole un caballo viejo, cojo y aparentemente inútil, solo para reírse de su desgracia. Pero lo que nadie esperaba era lo que el indigente hizo con el caballo. Lo que sucedió después no solo dejó al millonario sin palabras, sino que también conmocionó a toda la ciudad.
—¡Muévete, viejo! —gritó el conductor sin frenar. Samuel apenas logró girar para evitar ser atropellado. El coche rozó su raída chaqueta, levantando una nube de polvo que le irritó los ojos. Tosió una vez y siguió caminando, arrastrando un carro oxidado lleno de botellas vacías y trozos de cartón. Nadie lo saludó.
Nadie le preguntó si necesitaba algo. Era jueves, día de mercado, y la plaza rebosaba de vida, para todos menos para él. Se sentó en su rincón de siempre, tras un viejo quiosco en desuso, donde el sol tardaba en salir y el viento soplaba con más fuerza. Desde allí observó cómo el mundo pasaba sin él.
Madres con bolsas de fruta, hombres con trajes caros, niños corriendo tras pelotas. Un desfile de la vida de los demás. A media mañana, notó una actividad inusual. Camionetas de lujo, banderas coloridas, altavoces probando el sonido. Era el preludio de la subasta real, un evento anual donde los ricos del pueblo exhibían su poder pujando por caballos de élite, no por necesidad, sino por el espectáculo.
Samuel conocía bien a esos animales, lo suficiente como para reconocer uno bueno con solo mirarle los cascos. Pero hacía años que no tocaba un caballo. Ni siquiera recordaba la última vez que había hablado con alguien durante más de dos frases seguidas. Mientras observaba, un joven bien vestido pasó a su lado.
Llevaba gafas oscuras, zapatillas caras y una sonrisa de satisfacción. Se detuvo, lo miró de arriba abajo, murmuró algo a su grupo de amigos y siguieron caminando, riendo. Samuel bajó la mirada. Una mujer tiró una bolsa de basura cerca. Cuando se alejó, él se acercó. Dentro encontró media manzana y un panecillo duro. Se sentó de nuevo, masticando despacio, como si cada bocado mereciera atención.

Su estómago no se quejó; ya se había acostumbrado. Al mediodía, la plaza bullía de vida. Habían colocado vallas y sillas para los invitados, además de un escenario donde pronto comenzarían las actuaciones. Samuel no se movió. Desde su rincón, podía observar sin ser visto. Algunos lo conocían. «El loco del caballo», murmuraban. Nadie sabía de dónde venía ni cómo había acabado en la calle.
Lo único que sabían era que siempre estaba allí, en silencio, con una mirada que parecía observar más de lo que mostraba. —Mira qué desorden —le dijo un adolescente a su padre, señalándolo con la barbilla—. No lo mires, hijo —respondió el hombre sin detenerse.
Samuel terminó su pan, se limpió los restos de comida de los pantalones con las manos sucias y se recostó contra la pared. Cerró los ojos unos segundos, pero no se durmió. Nunca dormía cuando había ruido. Su cuerpo se había acostumbrado a la tensión constante, como un animal que sabe que no debe bajar la guardia. Cuando los altavoces empezaron a anunciar la llegada de los caballos, Samuel se incorporó, no por interés, sino por costumbre.
Observó desde lejos cómo los mozos de cuadra, vestidos con camisas blancas y guantes, descargaban los animales uno a uno: animales grandes y relucientes, algunos de pura raza. Y en medio de aquel desfile de orgullo, él, invisible como siempre, vio pasar a un joven mozo de cuadra con un vaso de agua. Samuel lo miró un instante. El muchacho lo notó y por un momento pareció dudar, pero luego siguió su camino sin ofrecerle nada. «Un fantasma no tiene sed», murmuró Samuel para sí.
Pasó la tarde observando a la gente aplaudir, reír y regatear. Desde su sombra, parecía pertenecer a otro mundo. Nadie lo empujó, nadie lo reconoció. A veces eso dolía más que el hambre. Al atardecer, Samuel se puso en pie con dificultad. Le crujieron los huesos. Guardó sus pocas pertenencias en su carreta y caminó en dirección opuesta a la fiesta, pero algo, que no supo definir, lo hizo detenerse. Miró hacia el escenario por última vez.
No sabía que aquella sería la última vez que lo haría como mero espectador, pues lo que estaba a punto de suceder cambiaría su vida para siempre. Las luces del escenario se encendieron justo cuando el sol se ocultaba tras las colinas. El cielo se tornó naranja y púrpura, y la plaza principal adquirió ese brillo dorado que a veces embellece incluso lo que no lo merece.
Samuel permaneció cerca, aunque algo apartado, a un lado de una cabina cerrada. Desde allí podía oírlo todo sin ser visto. El locutor se acercó, micrófono en mano. Vestía una chaqueta de terciopelo rojo y lucía la sonrisa de quien se sentía dueño del evento. «¡Bienvenidos, damas y caballeros, a la subasta real de la ciudad de San Gabriel!», exclamó entre aplausos.
Esta noche presenciaréis ejemplares únicos: coraje, sangre, linaje, todo reunido en este lugar para los más dignos, o al menos los más ricos. Las risas estallaron entre los asistentes. Samuel tragó saliva con dificultad. Aquellas palabras, aunque dichas en broma, contenían la verdad de aquel mundo, un mundo al que ya no pertenecía.
Los mozos de cuadra comenzaron a desfilar con los caballos. Uno a uno, los animales fueron presentados con exagerada pompa, nombres grandilocuentes, premios ganados, sementales legendarios. Los asistentes murmuraban, analizaban y, discretamente, levantaban la mano para pujar. «120.000 por el Emperador del Norte», anunció el subastador. Samuel entrecerró los ojos.
Vio al animal: imponente, elegante, pero también asustado. Reconoció ese temblor en sus patas, esa sutil señal de incomodidad. Recordó haber visto muchos caballos así cuando trabajaba en el campo años atrás. Podía leerlos como si fueran personas. A su derecha, entre los espectadores, Arnaldo bebía un cóctel sin prestar atención a la pista.
Estaba rodeado de amigos, todos con camisetas ajustadas, relojes caros y risueños. El chico parecía más interesado en impresionar a sus compañeros que en los animales. «Aquí no hay emoción», se quejó, dejando su vaso sobre la mesa. «Es todo tan predecible». «Pues haz algo divertido», sugirió una chica de pelo platino. Arnaldo sonrió y, al girar la cabeza, sus ojos encontraron a Samuel medio oculto, con la barba descuidada y la piel bronceada por el sol.
—Ya sé qué haré —murmuró con los ojos brillantes—. ¿Y si le regalamos un caballo a nuestro espectador favorito? Sus amigos rieron de inmediato. Uno de ellos, más cruel que los demás, añadió: —Pero que no sea bueno, que sea el peor de todos. Así tendrá en qué dormir. Arnaldo se acercó discretamente al organizador y le susurró algo al oído.
Frunció el ceño, pero el dinero ofrecido disipó cualquier duda. El siguiente lote se anunció como una excepción. «Atención, atención», dijo el presentador. «Tenemos ahora un ejemplar… digamos, diferente. Un caballo sin papeles, sin premios, sin historial conocido. Quien lo adquiera lo hace bajo su propia responsabilidad».
¿Quién se atreve? Silencio. Nadie levantó la mano. Nadie siquiera lo miró. El caballo era flaco, grisáceo. Cojeaba visiblemente de una pata delantera y tenía el ojo izquierdo velado por una neblina blanca. Su crin estaba enmarañada y se le veían las costillas. «Cien pesos», dijo Arnaldo en voz alta.
Pero con una condición: quiero que ese señor —y señaló directamente a Samuel— lo reciba como regalo. Todos se giraron al unísono. Samuel permaneció inmóvil. Por un instante, el murmullo general se congeló. Luego estallaron las risas, las carcajadas despiadadas. El público celebró el comentario como si se tratara de una obra de teatro. El subastador vaciló. —¿Quiere formalizar la oferta? —Por supuesto. —Cien pesos.
—¡Y el caballo es suyo! —gritó Arnaldo, alzando su copa—. Así que nuestro amigo tendrá compañía esta noche. Samuel, desde su rincón, no dijo nada. Mantuvo la espalda recta, la mirada serena. Miraba al caballo, no al muchacho. —Vendido —dijo finalmente el presentador, golpeando con el mazo de madera—. Y entregado al señor Samuel, cortesía del señor Arnaldo Montiel —añadió un mozo de cuadra que se acercó con las riendas en la mano.
Samuel no se movió. El caballo lo miró, o al menos lo intentó. Su mirada era baja, derrotada, como si ya no esperara nada de nadie. Entonces Samuel se levantó, caminó despacio, en silencio, sin mirar a nadie. Tomó las riendas con ambas manos y acarició el cuello del animal con una lentitud que contrastaba fuertemente con las risas que los rodeaban. «Vamos», le susurró al caballo.
—No tenemos adónde ir, pero ya no estamos solos. —El alboroto no cesó. Mientras Samuel salía de la plaza con el caballo, aún podía oír las risas a sus espaldas. No eran risas comunes; eran el eco de una broma para recordar. Para muchos, había sido el momento más divertido de la tarde. Arnaldo se recostó en su asiento, satisfecho.
¿Viste su cara? Ni siquiera protestó. Se lo llevó como si hubiera ganado un premio, comentó, brindando con sus amigos. La próxima vez le daremos un burro, añadió uno de ellos, y todos rieron de nuevo. Pero Samuel no miró atrás. Su paso era lento, marcado por la cojera del caballo y el cansancio en sus propias piernas.
Las risas de la multitud no le provocaron ira, sino una vieja y familiar punzada de dolor. Era la misma sensación que había tenido años atrás, cuando sus errores empezaron a cerrarle puertas. Mientras se alejaban del centro de la ciudad, las luces se desvanecieron y el silencio de los barrios olvidados los envolvió.
Atravesaron callejones con techos derruidos, ventanas tapiadas con plástico y perros flacos durmiendo sobre cartones. El caballo respiraba con dificultad. Cada paso parecía un esfuerzo. Samuel lo sabía. No hacía falta examinarlo de cerca para notar la leve hinchazón en sus articulaciones, las grietas en sus cascos, el temblor que le recorría los flancos.
Pero aún quedaba algo en él, una pequeña chispa oculta entre tanto abandono. Doblaron por una calle lateral hasta llegar a un solar vacío cercado con alambre viejo y postes de madera podridos. Allí, entre maleza y basura, se alzaba la estructura derruida de lo que una vez había sido un pequeño establo. Samuel se detuvo. —Aquí estás a salvo —dijo, casi en un susurro.
Aflojó las riendas y comenzó a apartar los escombros con las manos. No había mucho espacio, pero encontró un rincón con un techo que aún se mantenía en pie. Extendió unas lonas viejas que había recogido semanas atrás y las dispuso en el suelo para que el caballo pudiera tumbarse. El animal no se movió.
Samuel lo observó un instante, luego salió del cercado, caminó hasta un recipiente cercano y regresó con un cubo. Lo llenó con agua de una fuente oxidada a pocos metros. No estaba limpia, pero era lo mejor que podía ofrecerle. El caballo bebió despacio, pero con determinación. Samuel se sentó en el suelo, apoyado contra la sucia pared del establo, observándolo.
—Se aprovecharon de ti, igual que de mí, cuando me lo quitaron todo —murmuró—. No te culpo si no confías en nadie. Cayó la noche por completo. El pueblo aún brillaba a lo lejos, pero en aquel rincón, el mundo parecía suspendido. El silencio era denso, solo interrumpido por el suave aliento del caballo. Samuel cerró los ojos unos minutos. En realidad, no estaba dormido.
Su mente divagó entre recuerdos borrosos: la manita de su hijo en la suya, la voz de su esposa llamándolo desde la cocina, un establo parecido a aquel.
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