“Abandonó a su esposa y a sus cinco hijos; años después, al regresar a su mansión abandonada, lo que descubrió lo dejó boquiabierto”.

Lo tenía todo: una esposa fiel, cinco hijos que lo admiraban y una casa que parecía un palacio, pero en un momento dado los desechó como si fueran basura. Años después, regresó abatido, y puede que ni siquiera sus hijos lo recordaran.

 Esta es la historia de un hombre que lo perdió todo por orgullo y de una mujer que, con dignidad, se reconstruyó desde cero. No quiero volver a verlos en esta casa, ni a ustedes ni a sus benditos hijos. Así resonó la voz de doña Erosto Villarreal, haciendo eco entre las paredes de la casa de campo en el barrio Providencia de Guadalajara. Era una noche calurosa y ventosa, pero en aquella habitación de mármol con cortinas de terciopelo, el aire era gélido.

 Magdalepa permaneció en silencio, con el corazón apesadumbrado, mientras cinco pares de ojitos la observaban con temor. —Estos, por favor, son sus hijos —suplicó con voz entrecortada, pero él ya no la escuchaba. Los veía solo como una molestia y a ella como una carga. Con una copa de vino en la mano y el rostro endurecido por el desprecio, señaló la puerta principal.

 Vete ya antes de que me arrepienta de no haberlo hecho antes. Camila, de doce años, temblaba. Luisito abrazaba con fuerza a Mateo. Lucía se aferraba a la falda de su madre, y Tomás, el menor, aún no lloraba. Simplemente lloraba. Magdalepa respiró hondo, no para responder, sino para desplomarse. Levantó la barbilla, abrazó a Tomás y, con la otra mano, tiró de Camila hacia la puerta.

 Por otro lado, la ciudad seguía como si nada hubiera pasado, como si la familia se estuviera desmoronando desde dentro. Antes de que compartas, te hago una sincera invitación. Si ya tienes algo en mente, suscríbete al canal, activa la campaña y dale a “Me gusta”, porque esta historia se basa en hechos que ocurren con más frecuencia de la que creemos y te llegará al corazón.

 Y si alguna vez has visto a alguien pagar caro por la justicia, escribe la palabra “justicia” en los comentarios. Ahora, hablemos. Caminamos más de una hora por las calles del centro, cargando una mochila con ropa y documentos importantes. Nadie ofreció ayuda, nadie preguntó, a nadie le importó. Magdalepa no sabía adónde ir. La casa de su madre estaba abandonada. Sus amigos se reunieron a su alrededor. Él se hizo rico. No quedó nadie.

 —¿Vamos a dormir en la calle, mamá? —preguntó Camila. Magdalena la miró, con ganas de reír. —Claro que sí, mi amor. Vamos a buscar trabajo. Estaba asustado; no sabía adónde ir. Hasta que, en medio de la desesperación, recordó a un hombre: Damiá López. Un viejo amigo, un amor imposible del pasado, alguien que nunca la había lastimado. Llegaron a la sencilla calle de Tlaqepaque. Las casas eran modestas.

Las luces se congregaron frente a la verja de hierro oxidada. Magdalepa se detuvo. Llamó. Volvió a llamar. Una voz ronca respondió desde dentro: —¿Quién soy, Magdalepa? La puerta se abrió lentamente. Damiap, con su vieja camisa manchada de piedras y el rostro sorprendido, al principio no dijo nada.

 Él solo vio a Magdalepa y a los cinco niños detrás de ella. —¿Qué te pasó? —preguntó sin juzgarla. Ella no pudo responder. Las lágrimas brotaron sin control. Camila le apretó la mano. Tomás ya dormía en sus brazos. Damiá los dejó entrar sin preguntas, sin deseos. —Mi casa es pequeña, pero suficiente para lo necesario —dijo.

 Preparó un té caliente, sacó unas toallas del fondo del armario y, por primera vez en años, Magdalena durmió sin gritos, sin amenazas, sin miedo. Pero aquella noche fue más que un refugio. Fue el comienzo de algo que el propio Eresto no había imaginado. Una historia de dignidad, reconstrucción y justicia. La calle estaba vacía.

 El eco de sus pasos resonaba en las aceras agrietadas de la avenida principal, mientras Magdalepa avanzaba con los cinco niños detrás, como si fuera un cuerpo destrozado. Camila llevaba la mochila con la ropa. Lúsisto cargaba a Tomás, medio dormido, en brazos. Ya nadie lloraba.

 Sus lágrimas les habían resecado la piel, como la tierra que deja de pedir agua cuando se resigna a la sequía. Magdalepa no dijo ni una palabra. Su rostro era duro, sus labios agrietados y su mirada fija al frente. No sabía adónde iba, pero no podía detenerse. Si se detenía, los niños comprenderían que ya no quedaba nada. —Mamá —dijo Camila con voz pétrea—. Volveremos algún día. Magdalepa respiró hondo.

 Intentó encontrar algo en su interior que no le asustara, pero solo encontró silencio. —No —respondió. Simplemente extendió la mano y acarició el cabello de su hija sin mirarla. Camila lo entendió. No había vuelta atrás. Luisito, de diez años, miró a su alrededor. Nunca había visto a su madre caminar con los hombros tan fríos. Por primera vez en su vida, pensó que los adultos también podían quebrarse.

 —¿Dónde vamos a dormir, mamá? —preguntó en voz baja. Magdalena apretó los dientes. Quería decirles que todo estaría bien, que era algo pasajero, que Jesús cambiaría de opinión, pero ya no podía mentirles. Lo había oído todo. Sabía que su padre los amaba. Nada más. Cruzaron la puerta cerrada.

 El olor a masa se filtraba por debajo de la rejilla metálica. Tomás despertó en brazos de Lísito y rompió a llorar. Magdalena lo alzó y lo meció en silencio, mientras Mateo, de seis años, caminaba agarrado a la falda de su madre. El calor de la noche comenzaba a amainar. Una suave brisa levantaba el polvo del suelo.

 El cielo estaba despejado, pero no había estrellas, solo oscuridad sobre ellas. A lo lejos, las luces del humilde barrio comenzaron a titilar. Magdalepa reconoció las calles de su pueblo natal. Claqe Paqe. Allí había crecido. Allí había reído por última vez antes de casarse con Eresto. Se detuvo frente a una casita de paredes encaladas y una verja de hierro oxidada.

 El corazón le latía con fuerza en la garganta, no por miedo al rechazo, sino por vergüenza. Hacía más de quince años que no veía a Damián. Había sido su amigo, casi su novio, pero ella había elegido otro camino. Había elegido Erosto, y ahora estaba allí, descalza, con el alma destrozada. Miró a los niños. Estaba agotada.

 No podían seguir caminando. Llamó a la puerta una, dos veces. Nada. Volvió a llamar. Esta vez más fuerte. —¿Qué? —respondió una voz masculina, ronca, sorprendida y desconfiada—. Soy yo, Magdalea. Silencio. Se oyeron pasos suaves al otro lado. La cerradura giró. La puerta se abrió despacio, y allí estaba él, Damiá López, con la misma mirada traicionera de siempre, aunque aún más arrugada y con las manos cubiertas de polvo de madera. Llevaba unos viejos pantalones bombachos y una camiseta de Upa Sipa Mapgas.

 Sus ojos se abrieron de par en par al verla. Luego miró a los niños y no pudo decir ni una palabra. —¿Qué ha pasado? —preguntó en voz baja. Magdalena no pudo hablar; simplemente bajó la mirada, abrazó a Tomás con más fuerza y ​​las lágrimas comenzaron a caer. No gritó ni dio explicaciones, solo lloró. Damia no hizo más preguntas; se hizo a un lado.

 —Pasen —dijo Camila. Fue la primera en entrar. Luisito y Ana Lucía la siguieron. Mateo entró después. Magdalena entró la última, como preguntándose si merecía tal gesto. La puerta se cerró tras ellos, pero por primera vez esa noche, no se sintió como un castigo, sino como un refugio. Dentro de la casa, el aire olía a madera, a café viejo y a paz.

 Damiá les ofreció agua. Luego tomó las bolsas que había guardado en la caja de cartón. Magdalena lo miró en silencio, sin saber cómo expresar su gratitud. Sabía que cualquier otra palabra rompería la calidez del momento. «Mi casa es pequeña, pero es suficiente para ustedes», dijo mientras extendía las bolsas en el suelo de la sala. Tomás se quedó dormido al instante.

 Mateo abrazó a Ana Lúcía, y Lúcisito miraba al techo con los ojos abiertos. Camila, en cambio, no dormía. Sentada contra la pared, observaba a Damiá desde lejos. Lo miraba como si quisiera recordar por qué su madre lo había matado. Magdalepa se sentó junto a su hija y le acarició el pelo. «Gracias por ser tan fuerte hoy», susurró.

Camila no respondió; simplemente apoyó la cabeza en su hombro. Damiá apagó la luz de la sala, pero no entró en su habitación. Se quedó sentada en la silla de madera, como si supiera que esa noche no era para descansar, sino para ser, para abrazar, salvo por el silencio.

 Afuera, la ciudad dormía, pero dentro de aquella pequeña casa, la historia apenas comenzaba. Y lo que estaba a punto de suceder en aquel humilde hogar tenía una trascendencia que ninguno de ellos podía imaginar. El amanecer llegó en silencio.

 El calor matutino dio paso a una brisa cálida que se colaba por las puertas entreabiertas de la casa de Damiá. Afuera, los primeros rayos de sol iluminaban los tejados de chapa y las fachadas agrietadas de las casas vecinas. Adentro, en la sala, el silencio era una dicha, un silencio sagrado. Los cinco niños seguían durmiendo con miedo en el suelo, envueltos en mantas prestadas. Magdalea, en cambio, no había pegado ojo.

 Sentada en la cama, con la espalda contra la pared, los observó respirar. Escuchó sus leves susurros, los movimientos voluntarios de sus cuerpos unidos. Se sentía vacía, como si la noche anterior le hubiera vaciado el alma. Damia apareció con dos copas de barro en la mano. Le ofreció una a Magdalena. Ella la recibió con un gesto tímido.

 Café caliente. Lo reconoció por su aroma. —No has dormido nada, ¿verdad? —preguntó él con reproche. —No puedo —respondió ella—. Todo esto todavía me parece irreal. Damia se sentó en un pequeño taburete de madera junto a ella. —Aquí estás a salvo, Magdalena. Tú y los niños. Nadie os hará daño.

 Asintió en silencio, pero su mirada permaneció vacía. Le costaba aceptar la realidad. Había pasado de un comedor de mármol a un simple cementerio, de un marido poderoso a una casa compartida, pero no se quejaba. Sentía que, aunque le dolía, esta traición traía consigo algo que nunca había sido pacífico en la casa. Pasaron varios minutos sin que nadie hablara. Solo el sonido de alguien lavando platos en la habitación contigua rompió el silencio.

 —¿Te acuerdas de cuando querías ir a Puebla? —repitió Damiá con una sonrisa irónica—. Dijiste que querías aprender a hornear. Magdalena se sorprendió. Hacía años que nadie le recordaba sus sueños. —Lo dije en broma —respondió—. No lo pareció. Tenías esa mirada… como la de alguien que anhela algo más. —Bajó la mirada.

Esa mirada había desaparecido hacía rato. Uno de los niños se movió. Era Luisito, que se despertó frotándose los ojos. Lo primero que vio fue a Damiá sentado allí. Me miró un instante. No sabía si sentirse cómodo o avergonzado. Damiá le sonrió. «Buenos días, campeón. ¿Dormiste bien?». Luisito asintió con resignación. Luego miró a su alrededor.

 No preguntó dónde estaba. Comprendió, si es que lo comprendió del todo, que aquel lugar era temporal o quizá el comienzo de algo nuevo. —¿Hay comida? —preguntó en voz baja. Damiá se levantó sin decir palabra, salió al patio, cogió la bolsa de papel que había guardado del día anterior y volvió con el postre. Cuatro porciones.

 No había suficiente para todos, pero Magdalena partió cada trozo por la mitad. Era su manera de demostrarles que, aunque sea poco, compartir siempre es suficiente. «Tomen, mis amores, coman despacio», dijo. Tomás despertó en brazos de Camila. Se incorporó rígido, como si aún esperara ver la alfombra roja en la sala de juegos de la vieja casa.

 Pero al ver la pared desconchada y el techo manchado de humedad, se dio cuenta de que no estaba allí. Abrazó a su hermana y guardó silencio. Damiá lo observó todo sin intervenir. Sabía que no podía saber qué había pasado, pero podía estar presente. A veces, el silencio vale más que mil palabras. Cuando todos terminaron de comer, Damiá les mostró una pequeña habitación en la parte delantera.

Había un armario viejo, una cama y una ventana con vistas al patio. Podemos mover el armario y traer otro colchón. No es mucho, pero puedes usar esta habitación si quieres más privacidad. Magdalena lo miró agradecida. No estaba acostumbrada a una generosidad tan desinteresada. Gracias, Damiá. De verdad, gracias. Negó con la cabeza. No tienes que agradecerme nada.

 No vuelvas a desaparecer. Tragó saliva. No era momento de hablar del pasado, pero la frase le dejó un vacío en el pecho. Camila, que escuchaba desde la puerta, se hizo a un lado. —¿Conocías a mi mamá antes? —preguntó Damiá, acercándose más. —Sí, mucho antes de que aparecieras.

 —¿Y por qué no estaban juntos? —preguntó Camila, sin malicia, pero con genuina curiosidad. Magdalena respondió antes que él: —Porque a veces la vida te lleva por caminos que no comprendes hasta que es demasiado tarde. Camila bajó la mirada. Estaba asimilando muchas cosas a la vez. Esa mañana la había traicionado lentamente, pero con la calma que había reinado entre ellos durante años.

 Los niños comenzaron a explorar la casa, tocando herramientas antiguas en el taller de Damián, sentándose en el patio y jugando con piedras como si fueran juguetes. Mientras tanto, Magdalena observaba en silencio, con el corazón lleno de temor, pero también con una pequeña chispa de algo que hacía mucho tiempo no sentía, algo parecido a la esperanza. Pero justo cuando parecía que el día terminaría en paz, un golpe en la puerta principal interrumpió el momento. Damián salió a ver qué sucedía.

 Una mujer delgada, vestida de blanco y con una carpeta en la mano, lo miró fijamente. —Aquí vive la señora Magdalepa Rivas. —Sí —respondió Damiá. Hablaba en serio. La mujer le entregó la carpeta. —Debe presentarse ante el juzgado civil el lunes. Es demasiado para usted.

 Magdalepa salió al oír su nombre, tomó el documento y lo abrió con manos temblorosas. Su rostro se ensombreció al leer el encabezado: Acusado de fraude, firma: Erebus Villarreal. La paz no había durado mucho, y esta vez el golpe no era solo emocional; era legal, y veía directamente al hombre que le había arrebatado todo. Magdalepa sostenía la carpeta con manos temblorosas.

 No era un simple documento; era una puñalada por la espalda escrita en negro. Las palabras «Departamento de Fraude» quedaban abiertas a la interpretación, y la firma final, Erebus Villarreal, confirmaba que, por muy bajo que hubiera caído el hombre, su integridad permanecía intacta. Damia no dijo nada; él la miró con el ceño fruncido, los puños apretados y la mandíbula tensa.

 Sabía que algo así podía pasar. Conocía a Eresto, pero no pensé que llegaría tan lejos. —¿Qué dice? —preguntó Camila desde la puerta, sin apartar la vista de su madre. Magdalena tardó en responder.

 Cerró la carpeta con cuidado, como si temiera que las cartas se desbordaran y le golpearan la cara. «Nada, mi amor, es cosa de adultos», dijo, preocupado por derrumbarse. Camila no insistió, pero la tensión se le notaba en el cuerpo. Se acercó a sus hermanos y los condujo al dormitorio. Él la siguió sin decir palabra. Apa Lucía se giró para mirar a su madre antes de entrar, como si algo en su interior le dijera que la mujer que la había cuidado desde que nació estaba a punto de desplomarse.

 Una vez dentro de la casa, Magdalepa se sentó en la silla del comedor. Se quedó mirando la carpeta cerrada. Sentía dolor en el estómago y una opresión en el pecho. No podía entender cómo aquello podía seguir doliéndole después de haberla dejado en la calle. Perder su hogar no era castigo suficiente.

 —Tu ropa, tu dignidad… Voy a hablarte como abogada —dijo Damiá, rompiendo el silencio—. No podemos dejar esto así, ¿y cómo vamos a pagarlo? —respondió ella, alzando la voz por primera vez, solo para corregirse—. Lo siento, no es asunto tuyo. Damiá se sentó frente a ella, le tomó la mano con firmeza, pero sin evitarla—. Déjame ayudarte. No quiero que pases por esto sola. Ella asintió levemente. El orgullo ya no tenía cabida en su vida.

Había aprendido por las malas que aceptar ayuda no era solo una forma de defenderse, sino de sobrevivir. Las horas transcurrieron lentamente aquella tarde. Magdalepa apenas comió. Se encerró en su habitación con los niños, fingiendo calma, pero afuera reinaba una tormenta. Damiá, por su parte, se encerró en su taller y martilló madera como si cada golpe fuera una forma de desahogar su impotencia. Al anochecer, preparó frijoles con arroz.

 Eso era todo lo que podía hacer. Comí en silencio. Solo Tomás, el más pequeño, levantaba la vista de vez en cuando, incapaz de comprender del todo lo que sucedía a su alrededor. Esa noche, antes de dormirse, Magdalena sacó la cajita que guardaba en el fondo de la mochila. Dentro había fotos antiguas, un rosario roto y una carta sin abrir.

 Su madre la había escrito poco antes de morir. Nunca la había leído. Por miedo, por dolor, por todo aquello que quería afrontar en ese momento. Abrió el sobre. «Hija, si algún día sabes que no puedes más, recuerda que sobrevivir no se trata de vivir de migajas, sino de aprender a convertirlas en algo». Magdalena dejó caer la carta y lloró en silencio. No quería que los niños la oyeran.

 Ella no quería que Damiá la viera, pero las lágrimas brotaron con pasión, como si su alma se purificara ante la justicia de antaño. Al día siguiente, Damiá salió temprano. Fue a ver a un viejo conocido que trabajaba como pasante en un pequeño bufete de abogados en el centro de Guadalajara. No tenía dinero para abogados caros, pero esperaba al menos encontrar algún consejo.

 En casa, Magdalepa actuaba con normalidad. Lavaba la ropa, la colgaba en el patio y le hacía trenzas apretadas a Ana Lucía. Camila la observaba desde la cocina. Estaba sentada con los brazos cruzados y el ceño fruncido. —¿Por qué papá haría algo así? —preguntaba una y otra vez—. ¿No le basta con haberte echado? Magdalepa dejó de colgar la ropa.

 La miró con un dolor punzante, con una resignación que ya no podía ocultar. «Tu padre ya no sabe qué es». Y a veces, cuando uno está completamente perdido, se lastima solo para sentirse vacío. Camila asintió con compasión, pero la ira en sus ojos no había desaparecido. Algo en ella había cambiado, algo invisible a simple vista, pero que pronto comenzaría a crecer.

 Damiá regresó esa tarde con noticias preocupantes. El abogado, un joven llamado Rrbé Márquez, accedió a revisar el caso sin cobrar honorarios, al menos por el momento. Dijo que el documento presentado no contenía pruebas y que necesitaba investigar más a fondo. «Lo importante ahora», dijo Rrbé al llegar esa misma tarde para hablar con Magdalepa, «es que no estás sola. Vamos a defenderte».

Magdalepa sintió alivio. Por primera vez en días, sintió que tenía un escudo; pequeño, sí, pero más sólido que cualquier promesa de Eresto. Sin embargo, Rabbe fue claro: «Esto podría empeorar, y no sería extraño que Eresto intentara divulgar más documentos en nuestra contra. Debemos estar preparados». Magdalepa asintió, sintiendo un dolor en el estómago.

 Sabía que Eresto era capaz de muchas cosas, pero no tenía ni idea de hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Esa noche, mientras todos dormían, Magdalena abrió la bolsa de ropa que había logrado rescatar de la casa. Entre la ropa, encontró algo que no recordaba haber guardado: una pequeña caja de madera con una descripción en la tapa.

 Al abrirlo, descubrió papeles viejos y la carta manuscrita de Eros. Lo que leyó la hizo temblar. No solo la atormentaba, sino que además había usado su nombre para ocultar algo mucho más grave, algo que, de salir a la luz, no solo podría destruirlo a él, sino también matarla a ella.

 La caja era vieja, con bisagras oxidadas y una capa de polvo que delataba años de abandono. Magdalea la descubrió entre las llaves escondidas en el fondo de la mochila que había logrado rescatar antes de salir de casa. Al abrirla, no esperaba encontrar nada importante, quizá joyas valiosas o documentos importantes, pero lo que encontró allí era mucho peor.

 Entre sus pertenencias se encontraron varios documentos: contratos de inversión, recibos de impuestos y, al final, una hoja de papel con la firma de Eresto. No era una carta de despedida, sino una explicación; una confesión disfrazada de instrucciones, una breve nota que le indicaba cómo transferir ciertas cantidades de dinero a cuentas extranjeras, expresada con su propia persona, su firma y su credibilidad como esposa.

Magdalepa sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Cerró la caja de golpe. Sabía que no podía contarles nada a los niños, ni a Damiá tampoco, por ahora. Esa información era peligrosa. No solo se la contaría, sino que además podría ponerla en peligro.

 Metió la caja bajo el colchón improvisado y permaneció en silencio, abrazando a Tomás, que dormía a su lado. El niño, ajeno a todo, buscó el pecho de su madre y se acurrucó contra ella como si su inocencia pudiera protegerla del frío. A la mañana siguiente, Magdalepa se levantó antes del amanecer, se lavó la cara con una espátula y agua fría, y se miró en el cristal vacío de la ventana. Ya se estaba recuperando.

 La mujer elegante y bien maquillada había desaparecido. Su madre se quedó con la ropa arrugada, el alma cansada, pero la mirada firme. Decidió salir a buscar trabajo. No podía depender de nadie, ni siquiera de Damiá. Aunque él le diera techo, aunque sus hijos ahora lo consideraran parte de la familia, sentía que tenía que valerse por sí misma. Por dignidad, por necesidad.

 Dejó a Camila al cuidado de sus hermanos y recorrió las calles de Tlaqepqe. Tocó puertas, preguntó por restaurantes, panaderías y puestos de tamales. Recibió varias negativas, algunas miradas de recelo y algunas burlas, pero no se rindió. Finalmente, en un pequeño restaurante cerca del mercado de artesanías, una mujer llamada Doña Remedios la escuchó con paciencia.

—¿Sabes lavar los platos? —preguntó él. —Puedo hacerlo rápido y no romperé nada —respondió Magdalepa—. Volveré mañana a las seis. No pago mucho, pero algo es algo. Magdalepa asintió agradecida. No preguntó qué; lo importante era tener un punto de partida.

 Esa tarde, al regresar a casa, encontró a Damiá enseñándole a Lísito cómo abrir la vieja cerradura. Lícía y Mateo jugaban con Acerrí en el suelo, dibujando figuras. Tomás dormía sobre un saco lleno de virutas, con la boca abierta y la mano agarrando un trozo de madera. Camila estaba sentada en el patio leyendo su libro de la escuela, pero al ver entrar a su madre, cerró la puerta y se acercó de inmediato.

 ¿Recibiste algo? Sí, cariño, empezaré mañana. Camila sonrió. No era una gran sonrisa, pero sí sincera. Era la primera buena noticia en días. ¿Y tú? ¿Cómo están tus hermanos? Bien. Damian los cuidó, les hizo juguetes con trozos de madera. ¿Y tú? Camila bajó la mirada. No es fácil, mamá, verlos felices tan pequeños. Y pensar que antes lo teníamos todo. Magdalepa se inclinó y se cubrió el rostro con ambas manos.

 Antes teníamos muchas cosas, pero no todo. Ahora tenemos lo que más importa. Camila no respondió, pero el abrazo que se dieron lo decía todo. Damiá se acercó, secándose las manos con un trapo. —Voy a preparar café. ¿Quieres? —Sí, gracias. Lo necesito hoy. Mientras Damiá ponía el agua a hervir, Magdalepa se sentó con él junto a la estufa.

 Tardó unos segundos, pero entonces se atrevió. Encontré algo entre mis cosas, papeles, documentos donde Ezesto usaba mi nombre para mover dinero. Damiá la miró con los ojos muy abiertos. —¿Estás segura? —No estoy del todo segura, pero hay firmas mías que no recuerdo haber puesto. Y la nota que escribió él me hace quedar como cómplice.

Y Rrbép ya lo sabe. No quiero enseñárselo, pero tengo miedo. Y si solo empeora… —Damiá se inclinó hacia ella con voz firme—. Es peor ocultarlo y que te pillen desprevenida. Tienes que afrontarlo. No estás sola, Magdalepa. Ella lo hizo, apretando la taza entre sus manos. Esa noche, antes de irse a dormir, Luisito se acercó a Damiáp con un trozo de madera mal cortado.

 —¿Me enseñarás a hacerlo como el tío? —preguntó, señalando la pequeña figura de árbol que Damiá había tallado en el taller. Damiá sonrió y se sentó a su lado—. Claro, pero tienes que aprender a respetar la herramienta, o a usarla. La madera es como la vida; si la fuerzas, se rompe.

 Luisito asintió como si hubiera oído la verdad. Mientras estaba allí, Camila entró en su habitación y sacó la libreta donde escribía en secreto. Anotaba lo que había pensado durante el día mientras observaba a sus hermanos desde la cocina. «Si algún día tengo hijos, les diré que su abuelo era un hombre que lo tenía todo y sabía cuidarlo».

 Cerró la caja fuerte y la metió bajo la almohada. Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta con tres golpes secos. Eran casi las diez de la noche. Demasiado tarde para una visita formal. Demasiado preciso para ser una coincidencia. La puerta vibró tres veces. No hubo golpes rápidos ni corteses.

 Eran secas, firmes, como si no quisiera recibir una visita, sino reclamar algo que creía mío. Damiá cruzó la habitación con pasos cautelosos. Magdalepa salió con el corazón apesadumbrado. Camila asomó la cabeza desde la cocina, deteniendo a Luisito con la mano para que avanzara. Al abrir la puerta, vio a un hombre vestido con traje oscuro, camisa blanca y un maletín de cuero.

 Su rostro estaba tenso. Sus ojos no se movían con rapidez. Parecía saber exactamente lo que hacía. «Buenas noches. Busco al señor Eriksson Villarreal. Esta dirección figura como su último domicilio fiscal», dijo, por si acaso me hubiera planteado preguntar quién era Damián. «No vive aquí», respondió secamente. El hombre hojeó la hoja de papel y arqueó una ceja.

 —¿Conoces a la señora Magdalepa Rivas? —preguntó Damiá de inmediato. Magdalepa se apartó. —Soy yo —dijo. El hombre sacó un sobre sellado con una citación roja. —Citación judicial. Debe comparecer en tres días. Hay pruebas suficientes en su contra. Magdalepa tomó el sobre sin decir palabra.

 El hombre se dio la vuelta sin despedirse. Desapareció en la oscuridad como si no tuviera rostro, como si fuera un ejemplo más de esa justicia ciega que a menudo castiga a los inocentes por estar del lado equivocado del poder. Una vez dentro de la casa, Damiá cerró la puerta con cautela.

 —No quiero que los niños se alteren por nada —dijo Magdalea en voz baja—. Esto ya no es un ataque. Es una guerra. Magdalea asintió, sintiendo la tormenta en su interior. Su miedo crecía, pero algo más comenzaba a despertar. Una rabia contenida, la necesidad de dejar de ser pisoteada. Mientras esto sucedía en Tlaqūpaqūe, a kilómetros de distancia, y el resto de la ciudad se encontraba lejos, al otro lado de Guadalajara, Erīsto construía un puente sobre el Breīda.

 Rodeado de vasos fríos, luces cálidas y música suave de fondo, sonrió con esa sonrisa que solo demostraba que lo tenía todo bajo control. Breda vestía de rojo, llevaba pintalabios y una risa fácil. —¿Estás seguro de que lo tenías todo bajo control? —preguntó, dándole vueltas al vaso entre los dedos. —Completamente —respondió Eresto—. Es legalmente responsable de lo que firmó.

Ni siquiera lo sabía. Breeda lo miró con una admiración nerviosa. Sus pensamientos estaban en otra parte. «Eres brillante, tan seguro de ti mismo», se dijo más para sí misma que para él. Pidió otra botella. Estaba eufórico. La sociedad, con los empresarios de los barrios bajos, parecía sólida.

 Breeda, siempre generosa, lo había convencido de transferir las acciones más valiosas a través de un fideicomiso que, según ella, serviría para protegerlo. Pero Eresto, cegado por su orgullo, no lo leyó. Firmó todo lo que Breeda le reveló. No creía que ella pudiera traicionarlo. Al fin y al cabo, había dejado a su familia por ella.

 —¿Sabes qué? —rió Eresto—. No entiendo cómo los hombres se enfadan por las mujeres. Breda sonrió. El camarero puso la botella sobre la mesa. —Sí que lo entiendo —respondió con una mirada gélida y fija. Esa noche, mientras Eresto brindaba con vino frío, Damiá trabajaba en el taller con Luisito.

 El chico lijaba con fuerza un trozo de madera, frustrado porque no le quedaba uniforme. —No te enfades —le dijo Damiá—. La madera no se dobla con fuerza, solo con paciencia. Luisito lo miró, jadeando. —Y si no tengo paciencia, la madera se rompe, y tú también. —Luisito se encogió de hombros. Damiá le acarició el pelo y cogió la lija.

 —Yo también rompí muchas cosas por esperar —dijo en voz baja. No lo había pasado por alto del todo, pero algo en esa frase se le quedó grabado. Magdalena, por su parte, había guardado la citación junto con los papeles que había encontrado en la caja. No podía dormir. Le preocupaba el juicio, sus hijos, la posada a la que debía llegar antes del amanecer del día siguiente.

 Pero, sobre todo, había algo más que le preocupaba enormemente. ¿Qué pasaría si Jesús se caía y arrastraba a todos con él? Tomás se despertó y pidió agua. Magdalena se levantó, le dio un vaso y lo meció hasta que se durmió. El niño volvió a dormirse sonriendo. Ella lo miró fijamente. Era tan pequeño, tan impredecible, y aun así, cargaba sobre sus hombros la historia de que, si tan solo fuera ese día… «No te defraudaré», susurró.

 Al amanecer, cuando el barrio apenas despertaba, Breeda abrió su celular y confirmó la transferencia internacional. Millones, a espaldas de Eresto, se marchaban. Y en el motel, el hombre que había sido dueño de todo dormía plácidamente, ajeno a que la traición que planeaba ya se había adelantado. Y lo peor es que su caída ni siquiera había comenzado.

 Lo que se avecinaba lo dejaría completamente solo y se daría la vuelta. Despertó solo, con una de esas mochilas que lo abrigaban. Fue entonces cuando despertó en la cama de su hotel en Colonia América, con la camisa arrugada, la boca seca y un vago deseo de éxito. La noche anterior había firmado un nuevo acuerdo de inversión con el grupo de empresarios de la región del Vajío que Breda le había presentado.

 Ni siquiera recordaba cuántas copas había tomado ni los documentos que había firmado. Solo recordaba su sonrisa, esa sonrisa orgullosa de quien cree que aún manda. Se levantó despacio, se puso su reloj de oro, el único de plata que le quedaba, y marcó el número de Breda. Llamó una vez. Dos veces. Nada.

Frunció el ceño, se duchó, bajó al vestíbulo y pidió el desayuno con aire altivo, pero el camarero lo apuró. Ya no era el señor Villarreal a quien los empleados del Country Club habían tratado con respeto. Era un huésped más, y empezaba a odiarlo. Al mediodía, volvió a contactar con Breda.

Llamó a su celular, luego al teléfono de la oficina, después al de su asistente; todos estaban apagados o nadie contestó. Sintió un nudo en el estómago. La gorra que lo había cubierto mientras firmaba documentos y brindaba con champán comenzó a derretirse entre sus dedos. Regresó a su habitación y abrió su maletín. Entre los papeles, encontró el contrato de inversión.

 Comenzó a leerlo por primera vez. El título era distinto, las condiciones eran distintas, y solo el nombre figuraba como propietario, solo como garante. El fideicomiso estaba a nombre de Breda y era una empresa fantasma registrada en Querétaro. Un dolor punzante le recorrió la espalda y el corazón le latía con fuerza.

 Por primera vez en años, Eresto sintió miedo. No rabia, sino fastidio, miedo. Llamó al banco. Su principal problema ya no existía. «Lo siento, señor Villarreal», dijo la voz del ejecutivo. «Lo destituí como responsable del asunto hace tres días por orden privada. ¿Qué demonios está diciendo?», gritó Eresto. «Usted firmó las instrucciones. Tenemos los documentos». Colgó.

 La pena le daba vueltas la cabeza. Salió de la habitación sin cerrar la puerta y tomó un taxi hasta el edificio donde vivía Breda. El portero lo miró de reojo. La mujer pensó: «Ayer, con las maletas, cancelaste el contrato. ¿Adónde vas?». No dejó ninguna dirección. De todos modos, subió al apartamento. Llamó a la puerta. Nadie respondió. Entró a la fuerza.

 Estaba vacía. Los armarios estaban vacíos. Los cajones estaban abiertos; solo quedaba la maceta plegada sobre la encimera. Me enseñaste a cuidar mi foto. Solo seguí tu ejemplo. Vete. Literalmente se desplomó al suelo, como si la tierra la hubiera engullido. La había despojado de todo otra vez.

 Pero esta vez no fue por orgullo, sino por egocentrismo. Su celular vibró. Era un mensaje del banco. Le habían rechazado la hipoteca por su mal historial crediticio. Salió del departamento sin rumbo fijo. Vagó por las calles de Guadalajara, sin saber adónde ir. El reloj de oro que llevaba en la muñeca ahora era una estafa. Lo vendió esa misma tarde en la casa de empeño por una cuarta parte de su valor. Comió tacos en la calle.

 No por elección, sino por necesidad. No sabía cuánto tiempo más gastaría el poco dinero que le quedaba. Cayó la noche y se sentó en el tejado del Parque de la Revolución. Observó a los niños jugar, a las parejas reír, a los vendedores ambulantes pasear con sus cochecitos; gente a la que una vez había considerado su igual y que ahora lo reflejaba.

 Mientras tanto, en Tlaquepaque, Magdalepa les servía a sus hijos arroz, huevo y frijoles. Camila repartía vasos de agua jamaicana. Luisito se reía con Tomás de algo que había pasado en la escuela. Lucía mostraba con orgullo la estrella dorada que le había dado su maestra por leer bien en voz alta. —¿Crees que algún día podremos volver al zoológico? —preguntó Mateo.

 —Claro —dijo Magdalepa—. Quizá pronto, pero lo lograremos. Damiá la miró desde el otro lado de la mesa. Con todo lo que les faltaba, esa casa estaba llena de cosas que el dinero no podía comprar. Esa misma noche, Eresto regresó al hotel. El gerente lo esperaba en la recepción. —Lo siento, señor.

 Su reserva ha caducado y no estamos autorizados a prorrogarla. Su cuenta está cerrada. La presentaré mañana. Hablaré con mi abogado. No hay tiempo, señor. Debe desalojar la habitación ahora mismo. Salió, cogió su maletín, un par de camisas y bajó las escaleras. Nadie le ayudó. Nadie le abrió la puerta.

 Salió con su maleta por primera vez en años. Y mientras caminaba por la avenida Chapultepec, sintió que todo su cuerpo se desmoronaba. Se sentó frente a la carpa cerrada, se acomodó sobre el cartón, cerró los ojos y lloró, pero algo dentro de él se rompió. No era solo la maleta; era darse cuenta de que durante todo ese tiempo no había construido nada real, una relación, una amistad, una familia que quisiera cuidarlo.

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