
Lena vaciló, con los labios temblorosos. —Lo tengo desde que nací. Mi madre decía que era algo hereditario. Una vez me contó… que tenía un hermano, pero se fue mucho antes de que yo pudiera recordarlo.
Juegos familiares
El corazón de Edward latía con fuerza. ¿Era posible? ¿Podría aquella muchacha, harapienta y temblando ante sus puertas, estar emparentada con él?
La mansión se alzaba silenciosa tras él, símbolo de riqueza y poder. Pero en ese instante, nada de eso importaba. Estaba contemplando una verdad que jamás esperó encontrar: la posibilidad de que su familia —su verdadera familia— estuviera ante él, encarnada en una niña desesperada y su hermanita hambrienta.
Y Edward lo sabía, quisiera o no, su vida acababa de cambiar para siempre.
Edward no hizo entrar a Lena de inmediato. En cambio, pidió a sus sirvientes que trajeran comida y agua a la puerta. La joven devoró el pan como si no hubiera comido en días, dándole pequeños trozos al bebé cada vez que se movía. Edward permaneció en silencio, observando, con el pecho oprimido.
Cuando finalmente pudo hablar de nuevo, Edward le preguntó con dulzura: —Háblame de tus padres.
Los ojos de Lena se ensombrecieron con tristeza. “Mi madre se llamaba Elena Carter . Trabajó como costurera toda su vida. Murió el invierno pasado… de una enfermedad, según el médico. Nunca hablaba mucho de su familia, solo que tenía un hermano que se hizo muy rico pero… se olvidó de ella”.
Edward sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Elena. El nombre completo de su hermana era Margaret Elena Hale , pero en su juventud rebelde, cuando se separó de la familia, usaba su segundo nombre, Elena. ¿Sería posible que su hermana hubiera ocultado su identidad durante todos estos años?
—Tu madre —dijo Edward con cautela—, ¿tenía una marca como la tuya?
Lena asintió. —Sí. Justo aquí, en el mismo sitio. Solía taparlo con bufandas.
A Edward se le hizo un nudo en la garganta. Ya no podía negarlo. Aquella chica —esa adolescente desesperada y cubierta de tierra— era su sobrina. Y el bebé, que apenas se aferraba al sueño boca arriba, también era de su sangre.
“¿Por qué nunca vino a mí?”, murmuró, casi para sí mismo.
—Dijo que a ti no te importaría —susurró Lena—. Dijo que la gente con dinero nunca mira atrás.
Las palabras hirieron como puñaladas. Edward había pasado años construyendo imperios, adquiriendo propiedades y siendo alabado por su brillantez en la prensa. Pero durante todo ese tiempo, jamás había buscado a su hermana tras su pelea. Había asumido que ella no quería saber nada de él. Y ahora, se enfrentaba a las consecuencias de esa negligencia.
Su sobrina estaba en la calle, mendigando trabajo para alimentar a su hermanita.
—Pasen —dijo finalmente Edward con la voz quebrada—. Los dos. No son extraños para mí. Son mi familia.
Por primera vez desde que comenzó el encuentro, la expresión impasible de Lena se quebró. Sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó contener. No esperaba amabilidad, solo sobrevivir. Pero las palabras del multimillonario contenían algo que no había sentido en mucho tiempo: esperanza.
Los días que siguieron fueron transformadores, no solo para Lena y su hermanita, sino también para Edward. La mansión, que antes resonaba con un silencio sepulcral, ahora se llenaba con el llanto de un bebé, el correteo de sus piececitos y conversaciones en la mesa que resultaban más humanas que cualquier victoria en la sala de juntas.
Edward contrató tutores privados para Lena, insistiendo en que merecía una educación. «No necesitas fregar suelos, Lena», le dijo con dulzura una noche. «Necesitas estudiar. Soñar. Vivir la vida que tu madre quería para ti».
Pero Lena dudaba. —No quiero caridad, señor. Solo pedí trabajo.
Edward negó con la cabeza. —Esto no es caridad. Esto es lo que debí haber hecho hace mucho tiempo, por tu madre, por ti. Déjame enmendarlo.
Se dio cuenta de que se estaba encariñando no solo por deber, sino por verdadero cariño. La pequeña Amelia a menudo intentaba agarrarle la corbata o se reía cuando él hacía muecas graciosas. Lena, aunque todavía reservada, empezó a confiar en él poco a poco. Descubrió su fortaleza, su inteligencia y su determinación de proteger a su hermana a toda costa.
Una tarde, mientras estaban en el jardín, Edward finalmente pronunció la verdad que lo atormentaba. Se le llenaron los ojos de lágrimas. «Lena, yo era el hermano de tu madre. Le fallé… y te fallé a ti por no haberla encontrado antes».
Lena lo miró, atónita, y luego bajó la vista al suelo. Un silencio prolongado se prolongó antes de que finalmente susurrara: «Nunca te odió. Simplemente… pensó que ya no la querías».
El peso de esas palabras casi quebró a Edward. Pero al mirar a Lena, allí de pie con ropa gastada y un niño a la espalda, se dio cuenta de que la vida le había dado una última oportunidad.
No para borrar el pasado, sino para construir un futuro.
Desde ese día en adelante, Lena y Amelia ya no eran extrañas a sus puertas. Eran Hale por nombre, sangre y vínculo.
Para Edward, la riqueza siempre había girado en torno a las posesiones. Pero al final, la verdadera herencia —la que vale más que miles de millones— fue la familia redescubierta de la forma más inesperada.
Señor , ¿necesita una criada? Puedo hacer cualquier cosa… mi hermana tiene hambre .
Las palabras detuvieron en seco a Edward Hale , un multimillonario de cuarenta y cinco años, justo cuando se disponía a entrar por las puertas de su mansión londinense. Se giró y vio a una joven, de no más de dieciocho años, con el vestido desgarrado y el rostro cubierto de polvo. Sobre su espalda, envuelto en una tela descolorida, dormía un bebé cuya respiración débil era apenas audible.
La primera reacción de Edward fue de incredulidad. No estaba acostumbrado a que desconocidos se le acercaran tan directamente, y menos aún de esa manera. Pero antes de que pudiera responder, su mirada se posó en algo que le aceleró el corazón: una distintiva marca de nacimiento en forma de media luna en el lateral del cuello de la chica .
Por un instante, le faltó el aire. La imagen se le grabó a fuego en la memoria: su difunta hermana, Margaret , tenía la misma marca. Había fallecido en un trágico accidente hacía casi veinte años, dejando tras de sí preguntas que Edward nunca había tenido el valor de responder.
—¿Quién eres? —preguntó, con una voz más dura de lo que pretendía.
La niña se estremeció, abrazando con fuerza a su hermanita. —Me llamo Lena Carter . Por favor, señor. No nos queda nadie. Limpiaré, cocinaré, fregaré los suelos, lo que sea. Solo… no deje que mi hermana pase hambre.
Edward sintió una extraña tensión entre el escepticismo y algo más profundo: tal vez un reconocimiento. El parecido en sus rasgos, la marca inconfundible y la desesperación en su voz lo conmovieron de una manera que ni el dinero ni el poder podrían.
Hizo un gesto a su chófer para que se detuviera y se agachó ligeramente para que sus ojos se encontraran con los de ella. —Esa marca en tu cuello… ¿de dónde te la hiciste?
Để lại một phản hồi