
Las amigas estaban relajándose en la playa cuando, de repente, un perro corrió hacia ellas y empezó a ladrar fuerte: una de las mujeres palideció de pronto mientras observaba atentamente el pelaje del perro.
Cinco mujeres, amigas de toda la vida, estaban cómodamente instaladas sobre grandes mantas bajo el suave sol de un día de verano. Disfrutaban de su merecido descanso: bromeaban, compartían las últimas noticias y, a veces, guardaban silencio mientras contemplaban el horizonte.
Junto a ellas, en una cesta, había dulces caseros: galletas, fruta y bebidas refrescantes. Las mujeres reían y se divertían.

De repente, como por arte de magia, apareció un perro: un mestizo de tamaño mediano, con ojos vivaces y pelaje revuelto. Empezó a correr alrededor del grupo, ladrando fuerte y meneando la cola, pero había algo inquieto en sus movimientos.
—¡Mira qué lindo! —exclamó una de las mujeres riendo, mientras le ofrecía al perro un trozo de galleta.
—Probablemente tenga hambre —añadió otro, lanzándole otra golosina.
Pero el perro ni siquiera miró la comida. Siguió dando vueltas, pasando de una mujer a otra, ladrando cada vez más fuerte. Las amigas se quedaron paralizadas un instante, con la sensación de que algo andaba mal.
Entonces uno de ellos —el más observador— palideció de repente:
—¡Chicas… miren su pelaje!
(Continuación en el primer comentario )

Señaló con mano temblorosa el costado del animal. Entre los mechones de pelaje rojizo había gotas oscuras: sangre.
Las mujeres, incrédulas al principio, se miraron entre sí y luego se acercaron. En efecto, en las patas y el costado del perro había manchas de sangre fresca.
—Dios mío… ¿está herido? —preguntó uno de los amigos, asustado.
Pero el perro no parecía herido; no cojeaba, no gemía, no se quejaba. En cambio, de repente se levantó de un salto y corrió hacia un cabo rocoso.
Los amigos se miraron confundidos y decidieron seguirlo. Rápidamente se levantaron de sus mantas e intentaron seguir el ritmo de los rápidos saltos del perro sobre la arena caliente.
A medida que se acercaban, se les heló la sangre. En un banco de arena mojado, junto a la orilla, yacía un hombre inconsciente. Bajo su cabeza había una mancha oscura de sangre, y a su lado brillaba una piedra mojada; probablemente se había resbalado y golpeado la cabeza.
El perro corrió hacia él, lo olisqueó y volvió a ladrar, como pidiendo ayuda. Las mujeres se miraron con ansiedad; entonces una de ellas sacó su teléfono y, con dedos temblorosos, explicó la situación a los servicios de emergencia.
—¿Está respirando? —preguntó una de las amigas mientras se arrodillaba.
—Apenas… —respondió otra en voz baja, colocando su mano sobre el pecho del hombre.

Las mujeres intentaron mantenerlo consciente, calmaron al perro y esperaron a la ambulancia.
El mismo pensamiento rondaba en la mente de cada uno de ellos: si no hubiera sido por ese perro leal, nunca se habrían enterado de que una tragedia se estaba desarrollando a tan solo unos pasos de su feliz paseo.
Pocos minutos después, la sirena de la ambulancia rasgó el aire veraniego. El hombre fue subido con cuidado a una camilla. Las mujeres suspiraron aliviadas al ver a los médicos vendándolo.
Y finalmente el perro se permitió relajarse un poco: se acercó a una de las mujeres y se dejó acariciar, como para dar las gracias por la ayuda.
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