
Un niño de ocho años salvó a otro niño de un coche cerrado, lo que provocó que llegara tarde a clase y le regañaran; pero pronto sucedió algo inesperado.
El niño de ocho años corría calle abajo, apresurándose hacia la escuela. Llegaba tarde a clase de matemáticas y ya se imaginaba cómo la maestra, con su rostro severo, lo regañaría de nuevo, ya fuera por llegar tarde o por una respuesta poco clara. No soportaba esos momentos de humillación. Y hoy, por si fuera poco, el ascensor no funcionaba, lo que lo hizo llegar aún más tarde.
“Va a gritar otra vez… va a decir que soy un vago otra vez…” pensó mientras cruzaba la calle apresuradamente.
De repente, su mirada se posó en un coche gris aparcado al borde de la carretera. En el asiento del copiloto iba un niño pequeño, casi de la misma edad que su hermano. El niño lloraba, golpeaba el cristal con los puños y pedía auxilio con voz ronca. Tenía las mejillas rojas y respiraba con dificultad. Dentro del coche hacía un calor sofocante. A su alrededor no había ni un solo adulto.

El niño se quedó paralizado. Dos sentimientos luchaban en su interior: el miedo a llegar tarde a una clase importante y el horror por el pequeño, que claramente estaba empeorando. Pensó en su hermano: “¿Y si fuera mi hermano y nadie le ayudara?”.
Sin dudarlo un segundo más, agarró una piedra pesada del suelo y golpeó el cristal con todas sus fuerzas. El cristal se hizo añicos y sonó la alarma. Metió la mano dentro y sacó con cuidado al niño que lloraba.
Minutos después, una mujer llegó corriendo: la madre del niño. Su rostro reflejaba lágrimas y terror. El niño explicó rápidamente lo sucedido. La mujer, abrazando a su hijo, le dio las gracias una y otra vez.
Y él, secándose las manos en la camisa, suspiró y siguió su camino hacia la escuela. De camino, solo pensaba en qué decirle al profesor.
Como era de esperar, el profesor lo recibió con sonora indignación:
¡Llegas tarde otra vez! ¡¿Cuántas veces va esto?! ¡Voy a llamar a tus padres para que vengan al colegio!
—Pero yo… —empezó a decir, pero las palabras se le atascaron en la garganta.

—Me da igual lo que estuvieras haciendo ahí fuera. ¿Cuántas veces te he dicho que no llegues tarde a mi clase? Siéntate, y mañana te espero con tus padres.
El niño estaba sentado en su asiento, pero en ese momento sucedió algo inesperado. (Continúa en el primer comentario)
De repente, la puerta del aula se abrió. Entró la mujer que venía de la calle, acompañada por el director del colegio. La mujer habló en voz alta delante de toda la clase:
—Este chico le salvó la vida a mi hijo hoy. Quería contarle a todo el mundo lo héroe e inteligente que eres. No todos tus compañeros habrían podido hacer algo así…
La clase quedó en silencio. El profesor, confundido, se quedó sin palabras. El director se acercó al niño y le entregó una cajita. Dentro había un libro electrónico.

—Hiciste lo correcto —dijo el director—. Todos estamos orgullosos de ti.
La maestra, pálida, miró al niño y añadió en voz baja:
— Lo siento… no lo sabía…
El niño quería decir algo, pero en ese momento estaba muy feliz.
Comprendió que ni siquiera las palabras más duras de los profesores importan si has hecho algo realmente importante. A veces, las buenas acciones son más importantes que las lecciones; lo principal es ser una buena persona.
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