
Iba conduciendo con mi perro en el coche cuando, de repente, miró a la carretera y empezó a ladrar fuerte e insistentemente. Al darme cuenta de a qué le ladraba, paré el coche horrorizada.
Íbamos de camino, tranquilos y sin molestar a nadie. El día era sereno y soleado, la carretera parecía familiar y completamente segura. Sentada al volante, concentrada en conducir, mis pensamientos divagaban constantemente: planes para la noche, pequeñas preocupaciones y, simplemente, la agradable sensación de estar en la carretera.

A mi lado, en el asiento del copiloto, mi fiel perro estaba acurrucado. Dormitaba, abriendo los ojos de vez en cuando para echar un vistazo perezoso a los verdes campos y los escasos coches que pasaban por la ventana. A veces giraba la cabeza hacia mí, como para comprobar que todo estuviera bien, y luego volvía a cerrar los ojos. Todo parecía completamente normal, como tantas otras veces.
Pero de repente, algo cambió. Sus orejas se alzaron bruscamente y, en un instante, el perro adormilado se convirtió en un guardián vigilante. Se incorporó, me miró con una expresión extraña y preocupada, y entonces ladró de repente.
No era su ladrido habitual, no el alegre ni el exigente al que estaba acostumbrado. No, en su voz había una advertencia, aguda y urgente, como si intentara decirme algo.
Estaba confundida e intenté calmarlo: le acaricié suavemente el cuello, le susurré su nombre, intenté distraerlo, pero no paraba.

Sus ladridos se hicieron más fuertes y, obstinadamente, mantuvo la mirada fija en la carretera. En ese instante, una especie de alarma se activó también en mí. Apreté con fuerza el volante, miré la carretera y entonces vi algo terrible justo delante de nosotros. Frené en seco… Continuará en el primer comentario
Justo delante, a tan solo unos cientos de metros, la carretera terminaba abruptamente. El puente que siempre había conectado este tramo de la autopista se había derrumbado.
Un enorme socavón se abría en medio de la carretera, y para mi horror vi que varios coches ya se habían precipitado al vacío. Sus siluetas parpadeaban abajo entre los escombros y el humo. Se me heló la sangre.

Pisé el freno bruscamente, el coche dio un volantazo, los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, pero nos detuvimos a pocos metros del borde del abismo.
Durante unos segundos, me quedé allí sentado, sin poder creer lo que veía. Se me cortó la respiración, me temblaban las manos, pero una idea era clara: si no hubiera sido por mi perro, habríamos estado entre los que ya habían caído.
Lo que se avecinaba era una auténtica catástrofe: vehículos de emergencia, humo, coches pitando, gente intentando ayudar a las víctimas.
Y desde ese día lo comprendí: a veces los perros perciben más que nosotros. A veces sus instintos salvan vidas.
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