
Esa noche todo empezó como en una película. Mi marido y yo habíamos recibido una invitación a cenar de un amigo suyo y su esposa. Me llevó mucho tiempo elegir el vestido; quería verme digna y elegante. La velada prometía ser agradable: risas, conversaciones amenas, comida deliciosa, velas y copas de champán.
Pero un movimiento torpe lo cambió todo. Durante la cena, se me cayó un trozo de carne encima del vestido. Parecía una tontería, pero la expresión de mi marido cambió al instante: de alegre a seria.
Conocía esa mirada. A menudo reaccionaba así, y tras esos pequeños incidentes, siempre seguían las discusiones. Aguanté su carácter por amor, pero en mi interior siempre estuvo presente la idea del divorcio.
Y entonces, justo delante de los invitados, se volvió hacia todos y dijo con una sonrisa gélida:

—Perdona a mi vaca. No sabe comportarse en público. ¡Deja de comer! Ya estás bastante gorda.
Un silencio sepulcral inundó la habitación. Su amigo y su esposa se quedaron paralizados, incrédulos ante lo que oían. Sentí una oleada de dolor en el pecho, pero en vez de llorar, me limité a esbozar una sonrisa forzada.
—¿Qué estás haciendo? —interrumpió su amigo—. ¡Tu esposa tiene una figura preciosa!
—¿Y qué? ¿Acaso ya no se puede decir la verdad? —Mi marido se recostó en su silla—. Ha vuelto a engordar. ¡Es una vergüenza que nos vean con ella en la calle!
—Es preciosa —insistió su amigo.
—¿Guapísima? —rió mi marido—. ¿La has visto sin maquillaje? ¡Horrible! Por la mañana me despierto y pienso: ¿por qué me casé con ella?
En ese momento algo dentro de mí se rompió. Me excusé y fui al baño.
—¡Anda, llora, cálmate, tonta! —me gritó.

En el baño, a solas, me permití llorar desconsoladamente. Pero junto con las lágrimas llegó una decisión: jamás volvería a permitir que pisoteara mi dignidad. Era hora de vengarme… Continuará en el primer comentario.
Regresé a la sala de estar. Me senté a la mesa, me quité con calma el anillo de bodas y lo coloqué frente a mi esposo.
—¿Qué significa esto? —preguntó frunciendo el ceño.
— Estoy solicitando el divorcio.
Él se burló:
— ¡Ja! ¿Quién te querría así? Nadie te amará jamás.
—Ya veremos —respondí con calma—. Mañana harás las maletas y te irás. De mi apartamento. Al fin y al cabo, estoy tan gorda que ya no quepo ahí. Ah, y el coche, que está a mi nombre, lo dejarás en el garaje. Y ten por seguro que mi hermano lo sabrá todo. Ya sabes lo mucho que te «quiere».
—No harás esto…

—Ya verás.
Me levanté, cogí el bolso y me dirigí a la puerta. Detrás de mí oí la voz de su amigo, baja pero clara:
— ¡Te lo mereces, cabrón!
Salí de casa y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre.
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