
Mi madre dejó todas sus propiedades a mi hermana, y yo solo heredé un cuadro antiguo: mi marido, enfadado, lo tiró al suelo, el marco se rompió y cayó una llave extraña.
Tras el funeral de mi madre, me senté en la notaría sintiéndome traicionada. Mi madre había dejado casi todos sus bienes —tres casas y ahorros— a mi hermana.
Lo único que conseguí fue el viejo cuadro, que había estado colgado en la pared de nuestra casa durante muchos años.

Mi hermana irradiaba alegría, con una sonrisa de oreja a oreja, sin siquiera intentar ocultar su triunfo. Yo me quedé allí sentada, con la mirada baja, sin saber qué hacer.
Cuando llegamos a casa, mi marido montó en cólera. Gritó que mi madre, una avara, me lo había quitado todo a propósito, y me culpó de todos los problemas como si fuera culpa mía que ahora no tuviera nada. Finalmente, arrancó el cuadro de la pared y, furioso, me lo arrojó a los pies.
—¡Tú y este estúpido cuadro se merecen el uno al otro! —gritó, cerró la puerta de un portazo y se marchó.
Me agaché para recoger el cuadro del suelo y noté que el marco estaba agrietado. De la grieta surgió algo brillante que cayó. Lo tomé entre mis manos y me quedé paralizada: era una llave antigua, grande y preciosa.
Miré rápidamente a mi alrededor, temerosa de que mi esposo regresara y lo viera, pero la casa estaba en silencio. Temblorosa, sostuve la llave y la examiné con detenimiento. Y cuando finalmente comprendí para qué servía, me quedé simplemente atónita .
La llave era precisamente la del cofre de mi madre, del que casi nadie tenía conocimiento.

Inmediatamente fui a casa de mis padres. Arriba, en el ático, entre el polvo y la chatarra vieja, encontré el cofre.
El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que se oía en toda la habitación. Metí la llave en la cerradura, la giré y la tapa se entreabrió con un crujido.
Dentro había joyas antiguas: grandes anillos de oro, pendientes de esmeraldas, un collar de perlas; todo claramente muy valioso y muy antiguo. Debajo de las joyas, vi una libreta cuidadosamente atada: el diario de mi madre.
Lo abrí y leí las primeras líneas. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Mi madre escribió que había dejado conscientemente toda la propiedad a mi hermana, porque sabía que ella vendería cualquier joya sin pensar en su significado.
—Y tú —escribió mamá—, siempre has sabido conservar los recuerdos y proteger lo que es preciado para el corazón. Estas joyas pertenecieron a tu abuela y a tu bisabuela. Sabía que solo tú podías guardarlas a salvo para las futuras generaciones.

En la última página del diario, encontré unas palabras que me calaron hondo:
“Y una cosa más, hija. Veo que tu marido no te ama. Te humilla y te destroza el alma. No tengas miedo de dejarlo. La vida real empieza donde termina el miedo.”
Me senté en el frío ático, sosteniendo el diario y las joyas antiguas en mis manos, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que mamá realmente me conocía y me amaba.
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