

Cuando la enfermera abrió las pesadas puertas de la maternidad y le dijo a la joven: «Ve con Dios, niña», su voz era firme, casi cariñosa. Pero su mirada, esa mirada gélida, como si no estuviera mirando a una persona, sino a una estadística. Bueno, otra chica, sin nadie que la atendiera, sin flores, sin globos.
Y otros, allá, trayendo champán, agradecimientos, dulces. Y esta, claramente madre soltera. ¡¿Para qué tienen hijos?! No pueden mantenerse ni a sí mismas ni al niño, pensó la enfermera, observando a la chica delgada que cargaba torpemente el bulto con el bebé.
Emma, así se llamaba aquella jovencísima madre, salió lentamente del hospital, mirando a su alrededor. Afuera, la primavera florecía, esparciendo generosamente su aroma a lilas. Cerca de allí, familias rebosaban de felicidad, saludando a sus recién nacidos, y algunos hombres, esforzándose por no llorar, sostenían en brazos a sus pequeños milagros.
Pero nadie vino a buscar a Emma. Se quedó en el porche intentando averiguar adónde había ido su taxi, el que había pedido hacía una hora. Eran más de las tres de la tarde, y ya casi las cuatro, pero el coche no estaba a la vista.
Quizás cometí un error, o el operador. Pensamientos caóticos la llenaban la cabeza. Pero lo que realmente la atormentaba era un simple hecho: no tenía adónde ir.
Tras ella, la puerta se cerró de golpe y un grupo ruidoso salió al porche. Una de las mujeres, con un vestido brillante y un enorme ramo de flores, agradecía efusivamente el excelente servicio; otra le explicaba algo con entusiasmo al nuevo padre, que irradiaba felicidad. Emma se sintió fuera de lugar en aquella celebración de la vida.
Hace apenas un par de meses, no podía imaginarse estar en semejante situación. Hace un año, era una estudiante normal. Estudiaba, hacía planes, soñaba.
Y ahora… Emma apretó el bulto con su hija contra su pecho, como si intentara protegerla de la cruel realidad. Las lágrimas brotaron traicioneramente, pero se contuvo. No, ahora no.
No podía derrumbarse ahora, solo… Emma había llegado a esta ciudad desde un pueblo pequeño. Después de la preparatoria, no se fue a ningún lado porque no podía dejar a su abuela, quien la había criado. Sus padres murieron cuando Emma tenía diez años.
Pero la abuela Valerie siempre creyó en su nieta. «Eres inteligente, la ciudad te espera. Estudia, querida, y sal tú también de la pobreza».
Y cuando falleció su abuela, Emma cumplió su sueño de matricularse en la universidad. Estudió con brillantez y recibió una beca como huérfana. Parecía que la vida empezaba a mejorar.
Y entonces, en su penúltimo año, lo conoció. Ethan. Cinco años mayor, seguro de sí mismo, carismático, trabajando en una empresa sólida.
La giró tan rápido que ni siquiera notó cómo se movía del dormitorio a su apartamento. En aquel entonces, parecía el amor de su vida. Ethan le decía las cosas correctas, se preocupaba por ella, la abrazaba como si quisiera protegerla del mundo entero.
Pero en cuanto mencionó el matrimonio, él cambió de tema: «¿Por qué? Un papel no cambiará nada, ¿vale?». Y aun así, Emma creía. Una vez que obtuviera su diploma, se casarían, formarían una familia y serían felices.
Entonces descubrió que estaba embarazada. Al principio, euforia; ahora todo sería definitivamente diferente. Ahora estaría conmigo para siempre.
Pero Ethan se tomó la noticia con extrañeza. «¿Qué?» «Embarazo». «Bueno, tenemos que hacer algo al respecto».
«Decídete rápido», dijo secamente por teléfono, como si hablara de elegir pizza para cenar. Emma no podía creer lo que oía. «Ethan, no puedo…»
Tengo factor Rh negativo; si es ahora, no habrá hijos después —le temblaba la voz—. Pero él solo se encogió de hombros. «Entonces decídelo tú misma». «Pero no me voy a meter, ¿de acuerdo?».
Desde entonces, Ethan rara vez llamaba. No preguntaba por el niño. Emma aún esperaba que volviera y cambiara de opinión.
«Él me amaba. ¿Cómo puedes olvidar todo lo que teníamos?», se convenció. Pero la realidad resultó ser cruel.
Cuando Emma ya estaba en su octavo mes de embarazo, apareció la madre de Ethan. Patricia Miller la miró con tal desprecio que la niña se asustó. «¿De verdad creías que mi hijo se casaría contigo? ¡Qué ingenua!»
Ahora tiene una vida diferente. Se casa con la hija del jefe. Es beneficioso.
«Y tú, no eres nadie aquí», esas palabras sonaron como una sentencia. Emma no lo creyó. Llamó a Ethan.
«¿Es cierto?», preguntó, y escuchó un «sí» como respuesta. «Y deja de llamarme, ¿de acuerdo?». El mundo se derrumbó.
Esa noche, Emma apenas podía mantenerse en pie del dolor. Terminó en el hospital con la amenaza de un parto prematuro. Los médicos la tranquilizaron, y un médico mayor le dijo: «¿Por qué debería tu hija pagar por los errores de su padre?». «No es su culpa».
Esas palabras quedaron grabadas en su mente. «Sobreviviré. Lo lograré».
Por su bien, decidió. Y ahora, de pie en el porche del hospital, Emma se sentía tan perdida como entonces. Pasó el tiempo, pero el taxi seguía sin llegar.
«¿Dónde está?», pensó nerviosa. Como si confirmara sus pensamientos, el bebé empezó a quejarse, exigiendo atención. «Tranquilo, mi pequeño, mami ya se le ocurrirá algo», susurró Emma, mirando a la multitud que se divertía cerca.
Pero por ahora, solo podía pensar en lo que sucedería mañana. O tal vez no mañana, sino ahora mismo. Emma finalmente esperó el taxi.
Un coche negro, un poco destartalado, frenó bruscamente junto a la acera. El conductor, un hombre escuálido de unos cincuenta años, ni siquiera se bajó para ayudar con las cosas. Simplemente señaló el maletero, como diciendo: «Ocúpate tú».
La joven madre, aún abrazando a su hija con fuerza, logró guardar sus pertenencias y se sentó en el asiento trasero. El conductor ni siquiera la miró, empezando a quejarse del tráfico y el clima. Emma guardó silencio…
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